(1929-2021)
Ha muerto uno de nuestros mayores pintores clásicos, en el doble sentido que suele asignarse a este adjetivo. Clásico porque será impensable la pintura argentina del último medio siglo sin invocar su nombre, sin recordar la vibrante apoteosis de un color en su obra temprana, El paño amarillo de 1958, las dislocaciones y mutilaciones de sus personajes en medio de micro-paisajes naturalistas, que inducen desasosiegos impensados y evocan perversiones, como Juego interrumpido de 1976 o El tenista de 1982, y las escenas circenses con frisos de personajes enteros, tonalizadas en ocres y azules al mismo tiempo que desenvuelven el cromatismo del arcoiris completo, grandes cuadros que convergen con el simbolismo de las alegorías y la mímesis sorprendente de las flores. Guillermo ha sido un clásico también en el sentido de la devoción admirativa por el arte del Mediterráneo antiguo. Recuerdo el entusiasmo que lo dominaba al trabajar, jornadas enteras, en las salas del Museo Arqueológico de Nápoles. Lo extraordinario es que ese clasicismo se volcó al género del paisaje de Italia y sus ruinas, como si estuviésemos en presencia de un Poussin inesperado, transido de agitación frente al deslumbramiento y la inmersión en esas atmósferas.